Una familia charra


Crónicas urbanas

Humberto Ríos Navarrete

Ciudad de México

19.03.2023

Le dijeron que su primogénito no viviría más de 12 años, pues nació con una discapacidad, pero acaba de cumplir 60 y se dedica a la charrería, como es la tradición en los Barrera Girón, cuyo patriarca, Enrique, cumplió 87 de edad y es miembro activo de la Asociación Nacional de Charros.

La historia comienza en Puruándiro, Michoacán, donde nació Enrique Barrera Madrigal, quien a los 11 años viajó con sus padres al Distrito Federal. Él ya sabía montar caballos, pues era el único medio de transporte en la región, igual que mulas y burros, según el nivel económico de la gente.

Con sus padres, Enrique Barrera Navarrete y Josefina Madrigal Vázquez, el niño llegó a la colonia Roma, donde la familia continuó con el negocio de paletas de hielo, que también tenían en Uruapan.

Pasaron los años.

Y en 1963, después de casarse con María Guadalupe del Carmen, procrearon el primer hijo, al que bautizaron con el nombre del padre y el abuelo, Enrique, quien nació con síndrome de Down. “Para mí fue impactante”, recuerda el padre, Enrique Barrera Madrigal.

Le hicieron análisis al recién nacido y el resultado fue que estaba muy sano. “Pero son accidentes que pasan en la vida”, reflexiona Barrera Madrigal, en las instalaciones de la Asociación Nacional de Charros.

—¿Y qué más le dijo el médico?

—Que “primero Dios y luego la ciencia; puede tener usted más hijos”. Y  tuve dos más.

—También dijeron que viviría poco.

—Sí, también me dijeron que máximo iba a vivir 12 años y quién sabe si caminaría. Sin embargo, mire, él salió adelante. 

 

Lo más sorprendente, a pesar de la advertencia, es que  hace 15 días Enrique Barrera Girón cumplió 60 años;  no solo eso: desde hace 40 forma parte de una familia que monta caballos. 

Y más: también torea.

***

Son tres hermanos: Enrique, el mayor; le sigue Ricardo y José Antonio Barrera Girón, criados bajo el cuidado de la madre, doña María Guadalupe del Carmen Girón Obregón.

“Ella nos inculcó cuidar al Enrique”, dice José Antonio, quien recuerda que su mamá, al escuchar al médico decir que su hermano no caminaría ni se valdría por sí mismo, se molestó mucho.

Entonces ella, la madre, lo llevó a escuelas especiales en las que Enrique aprendió a leer y escribir.

Todos se hicieron cargo de Enrique, comenta José Antonio, “y él nos ha enseñado muchas cosas de la vida; desde chicos, mi padre nos inculcó el amor por los caballos y posteriormente por la charrería”.

Ricardo y José Antonio han montado desde  4 años. Para su hermano Enrique no tenían un caballo especial. Fue tiempo después cuando se le consiguió un potro noble, por lo que “se convirtió un niño feliz”.

Años más tarde la mamá lo metió a trabajar a una empresa de hamburguesas, en la que trabajó alrededor de 21 años, tiempo durante el cual vio pasar gerentes y obtuvo reconocimientos por su disciplina.

Los hermanos se casaron y tuvieron hijos. José Antonio tiene dos, Daniela y Paula, a quienes les inculcaron el amor por los caballos. Ambas, dice el padre, “quieren mucho a su tío Enrique”.  

Daniela estuvo cuatro años en la escaramuza y después se fue a jugar futbol, que es su pasión; Paula, en cambio, monta desde niña y sigue en la escaramuza, hasta ahora, con 20 años.

“A ella le ha gustado mucho competir y ha sido campeona estatal en la Ciudad de México; en 2015 participó en las olimpiadas nacionales” en las ciudades de Guadalajara y Monterrey.

Paula obtuvo el segundo y tercer lugar durante el Campeonato Nacional de Charro en las ciudades de Zacatecas y Morelia. “Es una deportista muy comprometida y le gusta muchísimo”, comenta el padre.

—¿Y cómo se siente?

—Amo ver a mis hijas hacer lo que les gusta; y a mi hermano Enrique, también,  verlo como le encanta montar en las fiestas y en las charreadas. Vive la vida como si no pasara nada; la disfruta mucho.

Y es verdad.

***   

Y aquí anda Enrique, vestido de charro y moño rojo escarlata que siempre se acomoda. Menciona a sus hermanos Ricardo y José Antonio como sus compañeros. Debajo del cobertizo del lienzo charro arrea unas vacas.

 —Qué más te gusta hacer, cuéntame. .

—Los piales— dice.

—¿Y lazar?

—También lazar.

Los Quiques, padre e hijo, son inseparables. Ambos, como sus otros dos hijos y hermanos, pertenecen a la Asociación Nacional de Charros, algo que el propio Enrique menciona mientras observa y se quita el sombrero frente a una imagen de la Virgen de Guadalupe.

Enrique baja del caballo e invita a caminar —muy resuelto— hacia la caballeriza del Rancho del Charro, ubicado sobre la Avenida Constituyente, alcaldía Miguel Hidalgo, y entonces abre el establo para alimentar a su potrillo, al que ya le había ofrecido un manojo de zacate.   

El primogénito habla poco, pero todo lo tiene controlado; nada se le escapa, menos aún la hora de la comida, dice su padre, quien refiere:

—Me sorprende todavía de las cosas que hace y de los razonamientos que da. Un día le dije: “No voy a ir a lazar porque está lloviendo” y me contestó: “¿Y el lienzo principal que está techado?”.  Me sorprendió.

—Le dio una lección.

—Tiene una memoria privilegiada. Él sabe los cumpleaños de mis hijos y de mis nietas. Y me ayuda a recordarlos.

Y lo confirma Liliana López Vázquez, amiga de la familia, quien conoce bien a Quique desde hace 5 años.

“Pues mire, yo lo vine conociendo acá, ahora si cuando entré, en plan de trabajo y me quedé cinco años en la Asociación Nacional de Charros; conozco a la familia Barrera”, comenta Lilly, como le dicen.

—¿Qué opina de Quique?

—La verdad —dice una emocionada Lilly, por quien el reportero conoció a la familia — es que a mí me impresionó cuando lo conocí; un niño con síndrome de Down; digo yo, un niño, porque a su edad, con 60 años, no hay malicia de verdad. Y, digo, caray: eso es un milagro de Dios, la verdad.

Y ambos, Lilly y Quique, se van del brazo, caminando por en medio del lienzo charro, como lo que son: dos grandes amigos.

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